La noticia del día es que se suspendieron las clases en
varias comunas de la Región Metropolitana por las fuertes lluvias que aquejan a
la zona central. En la tele abundan las imágenes de transeúntes saltando las
pozas de agua, los vendedores de sopaipillas cubriendo los carritos con nylon y
alguno que otro héroe armando puentes improvisados con tablas para que los
vecinos puedan atravesar los mini ríos que se forman en las intersecciones.
El
primer recuerdo que se le viene a la mente es lo feliz que se ponía cuando
suspendían clases en su época escolar. Podía estar todo el día en la cama,
viendo El Chavo del 8, cuando la parrilla matinal aún no era dominada por los
programas de farándula, acompañado de unas sopaipillas pasadas en chancaca. Antes,
los titulares de los noticiarios le causaban ilusión; después solo parecían lo
que son: sensacionalistas.
Sensacionalistas,
porque lo único que hacen es dotar a la gente de falsas alarmas. Los únicos
beneficiados son los cabros chicos que faltan a clases sin culpa alguna y ahora
se pueden quedar en la casa para publicar fotos de sus ventanas lluviosas en
Instagram.
Cuando llueve, Santiago es caos. Las
calles de la Alameda no se inundan con agua, sino con gente que les teme a las
gotas de lluvia; con gente que por arrancar de ellas se termina resbalando a mitad
de cuadra. La ciudad se inunda con vendedores de paraguas, que tienen esa
habilidad increíble de guardar los Super 8 en segundos para ofrecer a sus
clientes protección contra la lluvia ácida.
En el Metro afloran –aun más– las viejas velociraptor, como la jerga social ha bautizado a las señoras que
luchan para alcanzar un asiento en el transporte público. Y curiosamente siempre
hay alguien que decide descender a
las vías cuando el horario punta se extiende por todo el día. Por eso,
Christopher prefiere evitar todas las líneas de Metro, porque están todas
iguales. No es que sea un fanático de las micros, pero si tiene que elegir en
un día lluvioso, las prefiere a ojos cerrados.
Un lunes 10 de julio Christopher Méndez se
subió en el paradero inicial de la 423, en Plaza Italia, que lo llevaría hasta Maipú.
Eran las cuatro de la tarde. Normalmente, en horario peak, demora una hora y
cinco minutos, pero con un aluvión sobre la capital el recorrido se extiende.
El Christo –como insistía en decirle su madre católica– estaba consciente de ello.
Estaba consciente de que no alcanzaría marraquetas en el negocio de don Yayo y
estaba consciente de que nada, excepto el teletransporte, lo haría llegar pronto
a su casa.
Un lunes a las cuatro de la tarde los
santiaguinos no se aglutinan para entrar a la 423, pero un lunes lluvioso a las
cuatro de la tarde sí. La fuerza laboral, que trabaja en el barrio alto, pide
permiso para salir antes del trabajo, para llegar a darles once a los niños
antes de que se corte la luz y para llegar a juntar agua porque nunca se sabe. La
fuerza laboral vive de Plaza Italia hacia abajo, donde se dirige la 423.
Christopher se metió entre la gente. Dejó
pasar a las señoras con carritos de feria, ancianos, mujeres embarazadas y
mujeres porque sí. Después de todo el choclón, entró él. Aplicó la única cosa
que le enseñó su padre y saludó amablemente al chofer. “Buenas tardes”, le dijo
con una sonrisa más falsa que Judas. El conductor ni lo miró. “Permiso, tío”, dijeron cuatro escolares al
unísono. “Pasen, pasen. Pórtense bien, cabros lesos. Estudien”, les respondió el
jefe de la 423. ¿En serio? Esos pendejos pasaron gratis y recibieron mejor
trato que el Christo que pagó esforzadamente su pasaje. “Al menos dijeron
permiso”, justificó una velociraptor
encogiendo los hombros.
Christopher trató de avanzar para ubicarse
en un lugar estratégico, donde estuviera a salvo de cualquier freno inesperado.
Lo que menos quería era hacer el ridículo y caerse en la falda de alguna señora
fresca. Era imposible avanzar más, así que se quedó en el pasillo. Lo único que
tenía para afirmarse eran los pasamanos y un fierro con el tapiz de plástico
verde descascarado. Quedó frente a una frase icónica de la cultura popular: Pico pal’ que lee, y se notaba que había
sido tallada cuidadosamente con una llave doméstica. Al lado de Christopher
iban de pie unas colombianas o haitianas –nunca supo bien– pegadas al celular.
A lo mejor iban hablando entre ellas. Las señoras que estaban sentadas en los
asientos naranja (reservados para la tercera edad, embarazadas, discapacitados
o personas con niños en brazos) cuchicheaban, las miraban y movían la cabeza en
sentido de negación. Una se persignó. Las chiquillas se dieron cuenta de que
las estaban pelando. Tal vez no hablaban el idioma, tal vez sí, pero no hay que
ser muy aguja para percatase cuando alguien habla de ti. Ellas siguieron whatsappeando.
Frente a las ciudadanas de color iba una
guagua en un coche. Su mamá llevaba de la mano a un niño más grande que iba
comiendo sustancias y helados de invierno. El Christo era de esas personas a
las que los bebés se le quedaban mirando fijo sin saber por qué. Era el menor
de sus hermanas, no tenía hijos ni sobrinos, así que nunca tuvo contacto
directo con los críos más que los encuentros fugaces en la calle. El feeling automático con los cabros chicos
era un enigma. Esta niñita, Dayanna, como le gritó su mamá después, estaba como
hipnotizada con él: lo miraba, levantaba las manos, saltaba y le mostraba sus
dos dientes. Christopher estaba en una situación complicada, porque no sabía si
era más incómodo no mirarla o mirarla sin gesticular su rostro, porque estaba
claro que no le iba a seguir el amén. Optó por la segunda opción y la miró fijo,
en una de esas la niña se cansaba de observarlo.
–¡Dayanna, déjate! ¿Y tú qué tanto mirai’
a mi hija, asqueroso? ¿No cachai’ que es una guagua? –le gritó la madre.
–¿Qué? –respondió el joven Christo.
–No te hagas el huevón. ¿Quieres que haga
que te bajen a patadas?
La micro se detuvo en el paradero de Universidad
Católica y bajó mucha gente. Christopher aprovechó de avanzar para huir del
cahuín que se había armado y logró llegar al segundo nivel de la micro, justo
en el borde de los escalones. No tenía más de dos centímetros de espacio, pero
al menos ya no estaba cerca de la mamá loca. El asiento que daba hacia la
ventana estaba desocupado. Christopher quiso sentarse, pero el caballero que estaba
para el pasillo le advirtió que el vidrio estaba trizado y que mejor no se
arriesgara. Ni siquiera las velociraptor
desahuciadas lo habían intentado, así que podía ser cosa seria.
Atrás
de él estaba el grupito de escolares barsa que no pagaron el pasaje, que no
pagaron la tarifa mísera de 210 pesos. Estaban muertos de la risa hablando
sobre los videos de un tal Hola Soy Germán, probablemente porque, como las
clases estaban suspendidas, sería lo único que llegarían a hacer a sus casas. De
seguro tendrían la misma alegría cinco años más tarde, después de haber salido
del colegio y sin llegar al puntaje mínimo en la PSU para postular al CAE.
Obviamente,
sus carcajadas tenían réplicas físicas y con cada ja ja el compadre que le daba la espalda a Christopher se movía
incesantemente, sacudiéndole la mochila. ¿Qué se suponía que le dijera? ¿Deja de reírte y ser feliz porque soy un
amargado de mierda y todo me molesta? Pudo haberlo hecho, pero no todo el
mundo comprendía su forma gris y necesaria de ver las cosas.
La
micro paró en Santa Lucía. Se bajaron las amigas colombianas –o haitianas– y la
madre que lo acusó injustamente de pedófilo. Ahí se subieron dos raperos que
hacían improvisación en base de los aportes de los pasajeros. Apenas cupieron,
pero tal vez fue el único lugar que hallaron a esa hora para escapar de la
lluvia.
“Buenas
tardes, amigos y amigas, señoras buenas mozas. Nosotros somos el dúo P. Sur,
porque somos de Pudahuel Sur, y ahora los vamos a acompañar con un poco de free style para alegrar su tarde y
juntar unas monedas. Necesitamos que nos ayuden con una palabra para empezar,
quién quiere…”, comenzaron.
La
última frase le bastó a Christopher para saber que tenía que zafar de la
improvisación. Al igual que para las guaguas, era un imán para estos tipos. Sus
experiencias con los Eminem de Santiago no eran buenas. Siempre terminaban burlándose
de él. Nunca elegía las palabras correctas.
–Permiso,
me deja pasar, por favor –se aventuró para sentarse junto al vidrio trizado.
–Es
peligroso joven, mejor que no –le volvió a advertir el señor del pasillo.
–Es
que tengo mucho sueño, necesito sentarme –insistió.
Allí sentado, con los ojos cerrados y haciéndose el
dormido no había forma de que los raperos lo ficharan. La ley urbana de
sobrevivencia en el Transantiago dicta que no se puede molestar a un pasajero que
está dormido, o pretende estarlo. Todos lo saben.
La
dinámica de las rimas era que los intérpretes cantaban hola, ¿cómo estay? y el público coreaba bien, ¿y tú? Christopher ya estaba acomodado, con los ojos cerrados
y la mochila apegada a su cuerpo. Se veía más dormido que cualquier actor de telenovela
mexicana, pero aun así fue material de la estrofa. Las estrellas de la P. Sur
remataron su espectáculo con una mención especial: “Un aplauso para el amigo de
azul que se hizo el dormido todo el rato. ¡Grande, loco!”. Y las risas
abundaron. “Con que tenía sueño, ah…”, le susurró su compañero de asiento.
“Por
la cresta”, pensó el Christo y se aburrió. Se aburrió de la 423, de las Líneas
de Metro 1, 2, 4, 4a, 5 y las que están por venir. Se aburrió de los montones
de gente, de la hora y media que demora desde su casa en Maipú hacia cualquier
lugar. Se cansó de esas viejas insoportables que hacen guardia a los asientos y
que si pudieran, dispararían láser para quedarse con ellos. Pero, por sobre
todo, se aburrió de tener que soportar ese suplicio de regreso a casa para
encontrarse con su mamá y sus dos hermanas que lo único que hacían era
criticarlo y preguntarle cuándo iba a llegar con una polola.
Se
acabó la música de los raperos y Christopher cerró los ojos fuertemente y se
prometió que esa sería la última vez que aguantaría un día de lluvia en Santiago
de Chile.
Y así
fue.
Christopher
Juan Méndez Ríos nunca había viajado en avión. Lo más lejos que había llegado
había sido hasta La Serena. Al aeropuerto lo fueron a dejar su mamá, sus
hermanas y su mejor amiga.
–Menos
mal que usted es blanquito, hijo, va a pasar colado allá. ¿Está seguro que se
quiere ir? –le dijo su mamá.
–Tú
nunca dejas de mandarte cagadas, ah… –agregó Tania, su hermana mayor.
–A
ver si ahora encuentras polola o por fin sales del clóset –dijo en serio, sin
bromear, Andrea, la del medio.
–Al
menos tu primer nombre se escribe bien siútico. Eso te puede ayudar. En cuanto
pueda me arranco contigo. Mientras tanto, te voy a extrañar –lo abrazó Tamara,
su mejor amiga.
El vuelo hizo una escala en París, Aeropuerto Charles
de Gaulle. Lo había escuchado en las películas.
Era
la primera vez que podía poner a prueba su inglés intermedio, así que se acercó
a un puesto de informaciones para preguntar por su puerta de embarque. “Sorry,
miss, I need to know if this is the gate for flight A 401 to Barcelona …”, le
dijo correctamente a una auxiliar, después de haberlo ensayado mucho. La mujer,
medio enojada, le soltó una frase en francés y le hizo una seña para que se
alejara del mostrados. Si algo entendió Christo, fue que a los franceses no les
gusta que les hablen en inglés en su tierra.
Christopher
llegó a Barcelona, España, a fines de julio. Juntó los ahorros de su vida –que
nunca supo para qué los ahorraba– para darse un viaje. Compró pasaje solamente de
ida porque pretendía quedarse allá. Un compañero del colegio había hecho la
misma proeza y le había resultado a la perfección. Era una ciudad llena de
oportunidades para los inmigrantes, sobre todo para los chilenos, según lo que
escribía su conocido en Facebook. Él esperaba correr la misma suerte.
Apenas
salió del aeropuerto sintió cómo el calor húmedo lo golpeaba. El verano era su
estación del año menos favorita. Pensó que tal vez era una ola nada más, que se
pasaría con los días.
Llevó
plata suficiente para vivir las primeras semanas en un hostal ubicado en el
centro de la ciudad, en el Barrio Gótico, donde todo pasa, donde están los turistas
porque eso quería ser: un turista. Quería sentirse de vacaciones un tiempo
antes de empezar a resolver qué hacía con su nueva vida.
Cada
instante de cada día estaba cargado de emociones. Era la primera vez que se
había subido a un avión, la primera vez que estaba fuera de Chile y la primera
vez, desde que fue a Mundo Mágico, que se sentía maravillado por cada dos
metros que caminaba.
Le
sorprendió desde la magnificencia de la Sagrada Familia hasta la ausencia de perros
callejeros y la abundancia de basureros para reciclar papel, plástico, vidrio y
residuos orgánicos. No podía creer que en la playa hubiera duchas gratis,
libres de fluidos corporales. La gente se saludaba al subir a los ascensores y
los choferes de los autobuses le respondían con una sonrisa. Después de todo, su
papá sí le había enseñado algo importante que por fin podía aplicar en su vida
cotidiana sin que lo acusaran de chupamedias.
El
calor llegaba a los 40º pero Christopher estaba tan feliz que no lo notaba. Hace
poco había decidido actualizar sus redes sociales más seguido, para
demostrarles a sus contactos que era más que quejas y memes de gatos. Él
también podía compartir fotos a torso desnudo en la playa; hacer check in en bares súper cool y escribir publicaciones usando los
modismos locales. “Estoy flipando con
estas bravas”, se leía en el pie de foto de una imagen de unas papas con
una salsa roja.
Un
día por la tarde, cuando el sol había bajado y ya corría una brisa poquita, se
paró al medio de Las Ramblas –una zona peatonal y la más concurrida en
Barcelona, algo así como el Paseo Ahumada–, cerró los ojos y se dedicó a
escuchar los sonidos que lo rodeaban. Detectó más de siete acentos de todas las
culturas que pasean a diario por allí. A lo lejos escuchó a alguien tocar el
saxofón y también oyó un ¡muévete,
gilipollas! de un local. Se vio a sí mismo desde arriba, como haciendo un
movimiento de cámara en 360º. Ahí estaba Christopher Juan, por fin feliz
después de 26 años de amargura y quejas; viviendo el sueño de su vida que un
día decidió a bordo de la micro 423 en dirección a Maipú. Había leído en internet que si hacía el
ejercicio de cerrar los ojos y tratar de verse en un lugar que le gustara, se
sentiría como en una película y su felicidad aumentaría. Él quería toda la
alegría posible. Ya había vivido demasiado quejándose y encontrándole defectos
a todo. Qué flojera seguir así.
Christopher
le contó a su amiga Tamara su experiencia cinematográfica. “Ya te va a dar la
lesera. Acuérdate de mí. No quiero ponerme como tu mamá y tus hermanas, pero te
conozco, así que aprovecha mientras puedas”, le contestó ella en un mensaje de
voz.
Su período de marcha blanca se había acabado. Era hora
de que se pusiera las pilas y encontrara planes desde la A hasta la Z para
quedarse en Barcelona. Los pesos chilenos que había llevado eran muchos, pero
se apocaron en euros. Un euro menos significaba que Christo sentiría un grado
de calor más. Tuvo que gastar 70 para reparar la pantalla de su celular que se
le había roto en una noche de fiesta. Si no, ¿cómo seguiría alardeando por
redes sociales? Los pagó y enseguida volvió a sentir el mismo calor que lo
golpeó el primer día, cuando no sabía qué hacer.
Ya no
le quedaba para pagar el hostal bien ubicado donde se estaba alojando. Le había
asegurado al administrador que le pagaría el viernes al mediodía. A dos de la
tarde sus cosas estaban fuera de la habitación. Agarró su mochila, su bolso y
se cambió a un lugar fuera de la ciudad, un pueblo más modesto y alejado del
ruido cosmopolita. Le costaba aceptar una vida distinta a la tan feliz que
había llevado las últimas semanas.
El
calor ya empezaba a ser un problema y le impedía salir de su casa antes de la
de las nueve de la noche, cuando la temperatura era más soportable. Deambulaba
por las calles de Barcelona pensando. Lo único que podía hacer a esa hora era
pensar, porque quién lo entrevistaría para un trabajo.
Un día
lunes se bajó en el metro Plaza Catalunya, donde el ferrocarril de su pueblo
conectaba con el centro. En el pasillo de combinación vio a un hombre de unos
30 años que se cobijaba en unos cartones y unos trozos de ropa. Estaba descalzo
y junto a él había un recipiente con algunas monedas. No tenía cartel con el
motivo de su situación, tampoco molestaba a los transeúntes ni movía el vaso para
pedir plata. Simplemente estaba ahí, esperando a que las monedas fueran las
suficientes para hacer lo que él quisiera con ellas… cuando supiera qué hacer. Christopher
lo había visto decenas de veces cuando volvía de parranda, borracho con sus
amigos guiris –extranjeros para los
catalanes–, solo que nunca lo había observado. Ese lunes el Christo entendió
que si seguía saliendo a las nueve de la noche, nunca encontraría trabajo y que
pronto tendría que volver a su vida quejumbrosa en la 423.
Esa noche, con la mente más clara
que nunca, Christopher cerró los ojos para dormir. Cuando los volvió a abrir se
dio cuenta que a veces, por hacerse el dormido en las micros, se podía dormir
de verdad. Ese lunes lluvioso de julio la 423 estaba incrustada en un paradero
de General Velásquez con Avenida 5 de Abril y el Christo estaba cubierto de
vidrio trizado.
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