Ying Yang

No estaba nerviosa. Nunca lo estaba: guardaba el dolor de estómago, el sudor y las piernas temblorosas para ocasiones que realmente valieran la pena. Jamás creyó en todo ese cuento de las citas a ciegas: eran algo demasiado sensacionalista para su personalidad hipster. Sin embargo, obligada por sus amigos, estaba decidida a aventurarse en conocer a alguien y, tal vez, cruzar miradas con un desconocido.

En cuanto entró al café reconoció a su pretendiente. Se veía exactamente como lo había descrito su amigo Daniel: alto, bronceado, de ojos claros; con un estilo clásico, elegante, medio cuico. Él también la vio. La fue a buscar hasta la puerta, así que no podía fingir que esperaba a alguien más. Ambos sabían que se buscaban.

Se digirieron a la mesa. Él reclinó silla de ella y la acomodó. Ella se sorprendió y le pareció una acción patética, algo del siglo pasado.

Ella pidió un jugo natural de frambuesa; él, un café expreso.

Hablaron de sus trabajos: él era abogado. Exitoso. Un acomodado del sector oriente de la capital. Ella pintaba. Tenía una galería junto a una amiga del colegio. Cuando las ventas iban mal, juntaban cachureos y los vendían en la feria de las pulgas del Parque Forestal.

—Mi prima Ivette se fue a París a estudiar arte. No le fue muy bien, porque cuando llegó a Chile, llegó sin ni uno. Imagínate que mis tíos la tuvieron que recibir de vuelta en la casa. Ella es medio hippienta, como tú.
—No soy hippie. Para nada.  Pero ojalá lo fuera.
—O sea, no es por nada, pero igual me carga ese estilo de vida. Igual tú como que ya estás en edad para decidir qué hacer, ¿o no? Si lo de la pintura no funcionó, hay que buscar otro norte po, flaca. Hay que ponerse las pilas.

Compartieron una porción de galletas y un par de  experiencias más. Después ella propuso que fueran a su casa para cocinar algo. Quería demostrarle que era mucho más que trazos y colores: quería que viera su colección de libros, de enciclopedias; sus cámaras fotográficas.


Llevó los platos a la mesa. Él elogió la presentación de la comida y la felicitó. Ella volvió a la cocina. Sacó  de su delantal un frasco pequeño que contenía un polvo blanco. Lo vertió en una copa y la meció para que se disolviera. Él bebió del vino. Ella sonrió. “Un imbécil menos”, pensó. 

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