Mi peluquera y yo


Desde que tengo 12 años voy a la misma peluquera. Un día llegué a la Peluquería Unisex Cecilia por una recomendación que una vecina le hizo a mi mamá. “Es bueno, bonito y barato”, le dijo para convencerla. Tampoco fue tan difícil decidirse: el lugar estaba a tres cuadras de la casa y en el camino se podía encontrar con las vecinas de nuestro ex pasaje y así ponerse al día con las copuchas.

La primera visita que hicimos donde doña Cecilia debe haber sido en el 2007. Por ese entonces yo era fanática de una banda juvenil de moda. Como estaba obsesionada y aspiraba a ser como las protagonistas, que también actuaban en una teleserie de moda, le pedí a nuestra peluquera que me tiñera el pelo. Mis cabellos iban a perder la virginidad y yo se la estaba entregando, básicamente, a cualquiera. Mi decisión estaba basada en la sugerencia “bueno, bonito y barato” que la gente suele hacer para recomendar un restorán de mala muerte. Pero ya estaba ahí, convencida a tener un mechón rojo, o rubio, no me decidía muy bien. Por eso le pedí a la peluquera si me podía teñir una porción roja y otra rubia, a cada lado de la cabeza. En ese minuto no pensé que podía ser algo tan terrible, así que estaba totalmente convencida de que era el llamado correcto. Obviamente mi mamá se opuso. Ya le parecía fatal que mis cabellos fuesen torturados por el amoníaco, así que la idea de tener dos mechones de colores distintos lo asociaba con el apocalipsis. La señora Cecilia amablemente me explicó que lo mejor era que abandonara esa idea rupturista: tenía que ser lo uno o lo otro. Después de mirar varias revistas de peinados y colores horribles, pensé que la mejor opción era el rojo. Ese día salí de la peluquería unisex Cecilia siendo 5% colorina.
            En nuestra primera visita a la pelu mi mamá fue la protagonista de la jornada. No sé cómo, pero se las ingenió para caerles bien a todas las señoras. “Usted me deja a las clientas más felices de tanto que las piropea”, le diría después doña Cecilia a mi madre sobre su modus operandi.  Si no hubiera sido por mi idea alocada vanguardista de querer dos colores totalmente incompatibles en el pelo, yo ni me hubiera notado. Básicamente eso pasó en nuestros siguientes encuentros de peluquería, que se repitieron cada dos o tres semanas por varios años seguidos, al menos hasta que pasé a tercero medio y con todo el alboroto de preparación para la PSU ya no tenía tanto tiempo libre para acompañar a mi mamá a hacer vida social.
            Con el tiempo seguí acudiendo a la señora Cecilia. Debo reconocer que le fui infiel, pero esas experiencias solo lograron ser peores que la peluquería unisex. Por algo es el dicho “más vale diablo conocido que por conocer”. En mis incursiones en otras peluquerías terminé con varios centímetros menos de pelo, con tonos grisáceos, azules, verdosos, y amarillentos a la vez en la cabeza. Obviamente, esa nunca fue mi intención. También fui rubia dos veces, contra mi voluntad, por supuesto. Durante algunos períodos opté por ser yo misma mi estilista. “Si me dejo la cagá, asumo yo”, pensaba. Por un buen tiempo me sentí feliz con mis tijeras de peluquera compradas en el mall chino.
Nunca dejé de estar a gusto con mi impecable trabajo amateur, pero de vez en cuando sentía un llamado a volver a esa peluquería de barrio, donde a la peluquera se le dice peluquera, y no hairdresser, como en esos lugares fruncidos del barrio alto.  
En una oportunidad dejé de ir por varios meses y lo primero que me dijo la Cecilia cuando me vio fue: “Estás más delgada… cuando te vi la última vez estabas más rellenita”. Seguramente no se dio cuenta que la segunda parte de la oración anuló el piropo que, en primer lugar, nadie le pidió. Al parecer, en las peluquerías con la palabra “unisex” grabada en la entrada te ofrecen opiniones en vez de café. 
Supongo que una parte de mí siempre ha vuelto a Cecilia porque frente a ese espejo, rodeado con hojas artificiales a modo de decoración, pasaron muchas versiones de mí: la que quería ser como dos cantantes de RBD  a la vez; la que luego quiso toda la parte trasera de la cabeza de color rojo para no desencajar con las tribus urbanas, pero tampoco unirse del todo; la que se obsesionó con tener el pelo liso y cada cierto tiempo pedía un alisado extremo; la que se aventuró un par de años con un flequillo de lado pero nunca uno recto. Y, por último, la que le perdió el temor a perder centímetros de pelo, centímetros de sí misma.  De eso me di cuenta en mi última visita al salón unisex. Después del señor que pidió un corte militar, fue mi turno. Me senté en la silla vieja, Cecilia presionó con su pie un pedal para que tuviera más altura, me puso una toalla vieja y arriba una capa con estampado de leopardo. Me roció el agua con un envase de plástico rosado, hizo unas seis divisiones de mi pelo y comenzó a cortar. Unos segundos después se detuvo y me preguntó: “¿Corté mucho?”, dijo, cuando ni siquiera terminaba de aniquilar mis puntas quemadas. “Es que siempre has sido tan quisquillosa con que te corte de más…”, agregó. “Siga, ya no me da miedo eso”, le respondí, y di por superada una fobia. Ahora solo quedan las arañas.




*Foto: V. G. C 

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