Tengo un brillo labial con olor a
frambuesa. Lo huelo, lo huelo y lo vuelvo a oler. Su aroma es como una droga. Después
de unos segundos lo cierro, porque pretendo seguir perdiéndome en su fragancia en
muchas más oportunidades. Me doy cuenta de que hace frío, de que es otoño –tal
vez invierno– y de que tengo hambre. Camino a la cocina arrastrando las
pantuflas y subiéndome la bata que deja ver vagamente mi hombro. Prendo un
fósforo. Con miedo me acerco a un quemador, y, antes de que pueda
pestañear, las llamas salen eufóricas. Pongo el tostador. Abro una hallulla y
la poso boca abajo. Espero algunos segundos y volteo el pan. ¿Cuánto se tarda
esto? Me muero de hambre. Por fin está listo. Parece estar caliente, pero mis
manos ahora mismo son como nieve, así no me quemo. Le unto mantequilla y de a
poco se absorbe, como en los comerciales. Muerdo el pan, pero no cruje. Mejor hubiera
elegido marraqueta. Me desplazo hasta el living, el lugar más frío del
departamento. Me acomodo en un sofá y hojeo una revista. Termino de comer y voy
hacia el dormitorio donde hay un espejo gigante. Me miro de pies a cabeza: qué
bonito mi pijama, aunque pude haberlo comprado en celeste. Mi brillo labial
está sobre la cama. Lo tomo. Lo huelo. Me aplico un poco. Lo vuelvo a oler y
cierro los ojos. Me obsesionan tanto mis cosméticos nuevos. Voy hacia el
balcón. Miro la ciudad. “Santiago se ve bien desde aquí”, digo. Apoyo mi cuerpo
sobre las barras metálicas. Extiendo los brazos, cierro los ojos y me dejo
caer. “Mañana seré noticia”, pienso mientras practico la última caída libre de
mi vida.
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