Desde que tengo 12 años voy a la
misma peluquera. Un día llegué a la Peluquería Unisex Cecilia por una
recomendación que una vecina le hizo a mi mamá. “Es bueno, bonito y barato”, le
dijo para convencerla. Tampoco fue tan difícil decidirse: el lugar estaba a
tres cuadras de la casa y en el camino se podía encontrar con las vecinas de
nuestro ex pasaje y así ponerse al día con las copuchas.

En
nuestra primera visita a la pelu mi mamá fue la protagonista de la jornada. No
sé cómo, pero se las ingenió para caerles bien a todas las señoras. “Usted me
deja a las clientas más felices de tanto que las piropea”, le diría después
doña Cecilia a mi madre sobre su modus operandi. Si no hubiera sido por mi idea alocada
vanguardista de querer dos colores totalmente incompatibles en el pelo, yo ni
me hubiera notado. Básicamente eso pasó en nuestros siguientes encuentros de
peluquería, que se repitieron cada dos o tres semanas por varios años seguidos,
al menos hasta que pasé a tercero medio y con todo el alboroto de preparación
para la PSU ya no tenía tanto tiempo libre para acompañar a mi mamá a hacer
vida social.
Con
el tiempo seguí acudiendo a la señora Cecilia. Debo reconocer que le fui
infiel, pero esas experiencias solo lograron ser peores que la peluquería
unisex. Por algo es el dicho “más vale diablo conocido que por conocer”. En mis
incursiones en otras peluquerías terminé con varios centímetros menos de pelo,
con tonos grisáceos, azules, verdosos, y amarillentos a la vez en la cabeza. Obviamente,
esa nunca fue mi intención. También fui rubia dos veces, contra mi voluntad,
por supuesto. Durante algunos períodos opté por ser yo misma mi estilista. “Si
me dejo la cagá, asumo yo”, pensaba. Por un buen tiempo me sentí feliz con mis
tijeras de peluquera compradas en el mall chino.
Nunca dejé
de estar a gusto con mi impecable trabajo amateur, pero de vez en cuando sentía
un llamado a volver a esa peluquería de barrio, donde a la peluquera se le dice
peluquera, y no hairdresser, como en
esos lugares fruncidos del barrio alto.
En una
oportunidad dejé de ir por varios meses y lo primero que me dijo la Cecilia
cuando me vio fue: “Estás más delgada… cuando te vi la última vez estabas más
rellenita”. Seguramente no se dio cuenta que la segunda parte de la oración
anuló el piropo que, en primer lugar, nadie le pidió. Al parecer, en las
peluquerías con la palabra “unisex” grabada en la entrada te ofrecen opiniones
en vez de café.
Supongo que
una parte de mí siempre ha vuelto a Cecilia porque frente a ese espejo, rodeado
con hojas artificiales a modo de decoración, pasaron muchas versiones de mí: la
que quería ser como dos cantantes de RBD a la vez; la que luego quiso toda la parte
trasera de la cabeza de color rojo para no desencajar con las tribus urbanas,
pero tampoco unirse del todo; la que se obsesionó con tener el pelo liso y cada
cierto tiempo pedía un alisado extremo; la que se aventuró un par de años con
un flequillo de lado pero nunca uno recto. Y, por último, la que le perdió el
temor a perder centímetros de pelo, centímetros de sí misma. De eso me di cuenta en mi última visita al
salón unisex. Después del señor que pidió un corte militar, fue mi turno. Me
senté en la silla vieja, Cecilia presionó con su pie un pedal para que tuviera
más altura, me puso una toalla vieja y arriba una capa con estampado de
leopardo. Me roció el agua con un envase de plástico rosado, hizo unas seis
divisiones de mi pelo y comenzó a cortar. Unos segundos después se detuvo y me
preguntó: “¿Corté mucho?”, dijo, cuando ni siquiera terminaba de aniquilar mis
puntas quemadas. “Es que siempre has sido tan quisquillosa con que te corte de
más…”, agregó. “Siga, ya no me da miedo eso”, le respondí, y di por superada
una fobia. Ahora solo quedan las arañas.
*Foto: V. G. C
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