El mujeriego Andrés


En la mañana estaba en la consulta del doctor Morales, mi dermatólogo de toda la vida. Había ido porque ya estamos en marzo: viene el cambio de temporada y las alergias llegan por montones, así que necesito un cambio de antihistamínico.  Se estaba demorando más de lo normal. Me carga esperar. No lo soporto. Así que le fui a preguntar a la recepcionista qué onda, por qué el retraso inusual del doc.

—Disculpe, señorita. Tenía hora a las 11.30 con el doctor Morales, Roberto Morales. Ya son las 12 y aún no me llaman. ¿Pasa algo?
—A ver, dígame su nombre…
—Claudia Fuenzalida. Con zeta.
—Corazón, usted tiene hora con el doctor el martes 12. O sea,  mañana. Hoy estamos a lunes 11. Se debió haber equivocado.
— ¿Esto es una broma? Porque me llamaron la semana pasada para decirme que habían cambiado la cita —mentí, intentando salvar.
—Imposible. El doctor Morales no viene los lunes.
           
            Me retiré indignada. No lo podía creer, cómo tan pava. Revisé mi agenda y me di cuenta de que estábamos a lunes 11 y no a martes 12, que la vieja tenía razón y que había perdido valiosas horas de mi tiempo. También me di cuenta que faltaba un día para la llegada de Andrés. Eso, definitivamente, hizo que el ánimo se me fuera abajo.

Muchas mujeres se alegrarían de ver a Andrés. Después de todo, cuando está cerca hace que el miedo y que la idea de que algo peor pudo haber pasado se vayan. Por alguna razón, nunca me he podido acostumbrar a la presencia de Andrés. La idea de que entre y salga de mi vida cada vez que se le da la gana me descompone. Me hace sentir insegura.  Mis amigas me dicen que no sea llorona y que lo aprecie, que un día voy a despertar pensando que él sigue conmigo, pero que ya se habrá ido, y que ahí sí que sí voy a saber lo que es bueno.
            Salí de la consulta tipo 12.20. Menos mal la Pati me llamó para avisarme que cancelaron la reunión, porque nica llegaba. Tenía el resto del día libre. Lo más sensato que se me ocurrió en ese minuto fue preparar todo para la llegada de Andrés. O el Andrew, como me gusta decirle.

            El metro Universidad de Chile estaba tan asqueroso y poblado como siempre. Como toda la Línea 1 lo está todos los días de la semana, cada minuto de la semana. Me subí en el último vagón, porque siempre está, relativamente, más vacío. Igual tuve que luchar para poder entrar. Estuve de pie como tres estaciones, entre un chascón que se creía baterista de Metallica, porque no dejaba de moverse, y un guatón hediondo a ala, que parecía se había perfumado con una empanada de kilo de Pomaire.
Recién en Baquedano me pude sentar y quedé al lado de una señora sesentona que leía Cincuenta Sombras de Grey. Seguía las líneas de los párrafos con el dedo índice, como para no perderse. Tenía las uñas mal limadas y mal esmaltadas, de un rosado pastel pasado de moda y nada a tono con su color de piel. Usaba un anillo de matrimonio. Ya no le quedaba ni brillo a la cuestión. Se notaba que se había casado hace como ciento cincuenta años. Pobre mujer. Qué pena su vida: estar casada y leer ese libro en público, a vista y presencia de todos los pasajeros.

Al frente de mí había una galla regia: alta, flaca, castaña, ojos verdes, bien vestida. No paraba de mirarme y le hablaba a la que estaba al lado de ella, que era igual de estupenda. Sentía que se reían de mí y que me estaban pelando. Debe ser porque subí un kilo el último mes. O porque andaba con la  cartera imitación de Louis Vuitton que compré en el persa Bio-Bio.
Me bajé en Los Dominicos. En la escalera mecánica me adelantó una abuelita que apenas caminaba y se demoraba ene en subir. Me dieron ganas de agarrarla y tirarla por las escaleras. Qué rabia, en serio. Lo único que quería era llegar a mi casa. Tenía mucho que hacer, porque al otro día llegaba Andrés. Después me sentí mal, dije que cómo podía ser tan mala persona y pensar eso. A mí me encantan los abuelitos, me enternecen. Casi me puse a llorar.
Después de haber pensado eso de la pobre viejita me vino un bajón emocional terrible.  Mis amigos no me quieren. Soy la peor hija. Moriré solterona y con catorce gatos. ¿Se me notará mucho el kilo y algo que subí? ¿Por qué la felicidad me dura tan poco? ¿Me veré así de rellenita, como ella? ¿Por qué a veces soy tan superficial?, pensé.

            A la salida del metro vi a una niña caminando con su papá, que llevaba una mochila de Monster High que en su espalda parecía un sticker rosado. La iba a dejar al colegio, porque le decía que iba a hacer muchos amiguitos y que iba a aprender a leer. Primero me pareció una mentira, porque lo más probable es que le hagan bullying por usar lentes. Después me di cuenta de que hombres como él, que llevan a sus hijas de seis años al primer día de clases y que además las motivan, ya no existen. De un momento a otro, una escena totalmente patética se había transformado en una postal emotiva, para el recuerdo. Pensé que quizás nunca encontraría a alguien así, que nunca me casaría. Incluso anhelé ser la señora con las uñas mal pintadas del metro. Al menos ella tenía una argolla de matrimonio, tenía a alguien que la quería de verdad.

            Así me pongo cuando viene Andrés: ansiosa, histérica, depresiva. Todo se me desmorona. Él siempre tiene la costumbre de aparecer por sorpresa, pero desde hace un tiempo ideé un método para saber cuándo llegará. Hice un cálculo: cada 28 días, aproximadamente, se deja caer por mi casa.  Ya no puede llegar por atrás, taparme los ojos y decir aquí llegué. Aquí me quedo por un buen rato, te guste o no.

            Iba derecho a mi casa, pero el olor de una panadería me tentó. Olía a invierno, como cuando las abuelas hacen sopaipillas pasadas en chancaca. En cuanto entré la tentación fue mayor: pasteles, tortas, queques, pie de limón, kuchen y chocolates. Compré una torta de trufa. No me importó subir de peso. Cuando Andrés se fuera, volvería al gimnasio.

                        Solo una cuadra me separaba de mi hogar. Necesitaba llegar para comerme toda la torta yo sola. No le pensaba dejar a las visitas. El semáforo cambió a rojo. No podía avanzar. Generalmente, cuando un semáforo está en rojo y no vienen vehículos, la gente siempre espera a que un valiente se atreva a cruzar, para así seguirlo y no morir solo en el intento. Esa persona valiente siempre soy yo. Me paré casi donde termina la vereda y mi pie se negaba a dar un paso. Alguien más se atrevió y cruzó primero, luego el séquito de peatones lo idolatraron en su mente, y yo seguía parada ahí, esperando que la luz cambiara a verde. Por alguna razón me sentí más frágil y vulnerable que nunca. Tuve la corazonada de que si seguía a mis instintos, podría resultar herida. Crucé cuando el ícono verde lo indicó y sentí que había hecho lo correcto.

            Cuando llegué a mi casa, dejé las llaves donde siempre, encima de una mesita de esquina café, que me regaló mi mamá cuando me vine a Santiago. Vi una foto que siempre ha estado en el mismo lugar. Tomé el marco plateado, con relieve en forma de hojas, y observé detenidamente la imagen Estábamos mis hermanas chicas, mi mamá y yo en el sur. Se me hizo un nudo en la garganta y me puse a llorar. Estuve varios minutos sin poder soltarla. Me pregunté qué habría sido de mí si no me hubiera venido para acá. ¿Sería más feliz? ¿Menos feliz? ¿Estaría casada, con hijos?

            Fui al baño para lavarme la cara. Y ahí estaba: lo que el colectivo femenino conoce como Andrés, el que viene una vez al mes. Se había adelantado un día. De nuevo me había sorprendido y, definitivamente, no en un buen momento. No lo podía creer. Mi día se  había resumido en una serie de episodios catastróficos y bipolares, imperados por un ente biológico con nombre de ser humano. Es como si estuviéramos una semana completa llorando, experimentando constantes cambios de humor y desvelándonos de dolor por un hombre que ni siquiera vale la pena,  un mujeriego al que no se le escapa ninguna y que nos deja cuando llegamos a los cincuenta. ¿Hay algo más machista y denigrante que bautizar a la menstruación con nombre masculino?



           

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