Son casi las diez de la noche y el local permanece
prácticamente vacío. Solo están los que llegan temprano: el barman, los
garzones, los guardias y el administrador. Aún falta para que aparezcan las anfitrionas
de la velada. Dicen que a una fiesta jamás se llega a la hora.
El piso es blanco y sobre él resplandecen las luces
neón que cuelgan del techo. Hay espejos por todas partes: en las paredes, en
las mesas y en algunos asientos. A dos metros de la puerta, una tarima en forma
de jaula que contiene un tubo metálico que promete no dejar ir a los clientes
fácilmente. Al menos no con una cuenta inferior a los 50 mil pesos.
Diez treinta. Se escuchan unos pasos que, por los centímetros del taco, parecen un caballo galopando. Las
reinas de la noche anuncian su entrada. Primero pasan las más antiguas. Se nota
que tienen más cancha, porque desfilan con soltura, saludando a todo el mundo
al mismo tiempo que responden los mensajes de su teléfono. La primera en entrar
lleva puesto un vestido veraniego, y una coleta alta: un look nada ad hoc para
la ocasión. Lo único que destaca de su presencia son unas sandalias que, si no
les temiera a las alturas, perfectamente le podrían dar vértigo. Seguramente,
al cabo de unos minutos, aparecerá con algo digno de Miss Noviembre de la
revista Playboy. Las que siguen en la caravana son similares a la primera,
ninguna llama demasiado la atención. Prefieren dejar el show para después. La
última llega frotándose algo en el pecho, y sin que nadie le pregunte, explica:
“No es que me duela el corazón, chiquillos, es que me estoy echando un body
splash con brillitos”, dice, dejando en el camino una fragancia con olor a
chicle, excesivamente dulce para el trabajo.
Es la noche debut de las novatas. Al rato, aparece un
grupo de chiquillas que se ven algo tímidas, tensas, nerviosas al borde del
vómito. Una rubia de camiseta y pantalones ajustados guía a las demás. A simple
vista se ven todas iguales: jóvenes, delgadas, ingenuas, vestidas con prendas
made in China compradas por mayor en Patronato. “Ustedes se van a quedar en el
primer piso por esta noche”, les dice la rubia. Las niñas se emocionan, se
miran entre sí y dan pequeños brincos. Excepto una, que prefiere no mezclarse con
el montón al menos la primera noche.
Después de
recorrer el lugar, vuelven a la entrada. Se paran en la barra, frente a la tarima
en forma de jaula, que parece ser un lugar céntrico donde pueden ofrecerse a
modo de vitrina. Cinco de ellas conversan
y se ríen a carcajadas, como si estuvieran en una salida de amigas. La sexta,
que sigue estudiando el lugar, mira a sus compañeras sin lograr entenderlas.
Once de la noche. El conserje quita de la puerta el
aviso que reza se buscan señoritas de
buena presencia. El ritmo es lento. Parecen haber pasado horas, pero apenas
van quince minutos desde que llegaron las principiantes. Cuando creían tener
dominado el nerviosismo y las ganas de comerse las uñas, los primeros clientes
(estándar, porque los V.I.P. ingresan por otra puerta) aparecen. Es una
despedida de solteros, algo difícil para el primer día de trabajo. El olor a
trago se siente como un vaho envolvente. Ni los muchos atomizadores repartidos en
el local, que cada 15 minutos despiden una fragancia floral, logran disipar la
peste.
Están pasados de copas, pero no dejan de ser
caballeros. Saludan a las señoritas, les guiñan el ojo y algunos las abrazan.
Ellas se dejan querer y sonríen, menos una, que mira asqueada a los hombres, y
se cubre el escote para evitar recibir atención.
Pasa un rato y una de las nuevas es convocada a
conversar con un cliente. Tal vez a compartir un trago. Cuando la plática
termina, vuelve con el grupo. Las demás celebran su llegada y hacen un círculo
para oír los pormenores. Seguramente harán lo mismo toda la noche.
Probablemente toda la semana.
Después de unas horas comienzan a adaptarse al lugar.
Algunas siguen en la barra esperando que las llamen; otras tienen más
iniciativa y derechamente se sientan en el regazo de quienes, sospechan,
podrían dejarles buena propina. Hay una que sorprende, porque deja que un
cliente, con el dedo, anote su teléfono en la minifalda ajustada de terciopelo
verde que lleva puesta. Cuando llega al punto de encuentro sus pares la
festejan, y, por supuesto, desliza la mano por su muslo derecho para opacar el velvet y borrar el número que nunca pensó
en marcar.
Cada
cierto tiempo, vuelven a la entrada para comentar el ritmo de la jornada. De
pronto ven a Cassandra, una de las más antiguas, levantarse el vestido para que
un cliente frecuente le dé el visto bueno a su nueva retaguardia. Una de las
novatas se horroriza e incluso siente ganas de salir corriendo, pero el resto toma
nota de cada movimiento de la voluptuosa mujer, y comprenden que les llevará
años tener ese nivel de experiencia.
—¿Ven, niñas? Les dije que este trabajo era soñado —dice
una, a pito de que ningún cliente ha querido propasarse con ellas. Por ahora.
Hablan de picadas para comprar ropa con brillos cuando
el jefe, el mismísimo administrador, baja de su oficina para encomendarles una
tarea: hace unos veinte minutos ingresó alguien que aún no tiene un trago y
espera en la mesa cinco por compañía. El problema debe solucionarse en el
instante. Las más antiguas están copadas por los clientes V.I.P. y el contrato
del barman no incluye esos deberes. Por sus caras de espanto, parece ser mucho
más de lo que les explicaron en los días de inducción. El jefe se va y deja la
decisión en sus manos. Piensan en resolverlo jugando piedra, papel o tijera,
pero Jazmín, la que había estado separada del grupo toda la noche, sin pensar
dice: “Yo voy”. Mientras camina, repasa todos los pasos de la capacitación.
“Cabeza en alto, postura correcta, piernas estiradas, caderas libres, actitud”,
recuerda.
Se sube un poco más la falda, acomoda su sostén y deja
ver un escote prominente. Llega a la mesa. Se apoya de uno de los muchos tubos
repartidos por el local y se sienta en una silla con una pierna sobre la otra.
—Hola. ¿Puedo
acompañarte? —pregunta, pensando en que es solo su primera noche y ya les lleva
la delantera a las demás.
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